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Brumizadores con aroma a aquél mar infantil. Aroma Océano.

Brumizadores con aroma a aquél mar infantil. El aroma océano.

De pequeño, Pedro quiso tener un barco. Sus vacaciones de verano las pasaba en un pueblo marinero  y le entusiasmaba pasear con sus padres por el puerto pesquero, al caer la tarde, cuando los barcos – de vivos cascos rojos, azules, verdes, pardos…- arribaban con la pesca y comenzaban a descargarla. Esta sensación puede recuperarse mediante nuestros brumizadores y los aromas a océano.Mar. Aroma Océano.

A Pedro le embriagaba el movimiento de los pescadores izando  al muelle las cajas de pescado, ordenadas en enormes pilas – todo le resultaba grande a un crío de seis años -, mientras otros hombres  cargaban todo aquello en carros de madera a los que estaba sujeto un percherón de tamaño descomunal,  que esperaba paciente para tirar del cargamento camino de la lonja.

Años después, Pedro aún recordaba los sonidos de los muelles: el chirrido de las ruedas de los carros, el roce de los cabos en las poleas, los maullidos de las gaviotas revoloteando a la espera de un pez caído… Aquel trajín solía terminar con  el izado al muelle de la enorme red de pesca, que subían a tierra a través de una ancha polea, tirando con fuerza varios marineros.

Aquella maniobra provocaba una pequeña lluvia de gotas de agua y escamas y envolvía a Pedro en una atmósfera de salitre, pescado fresco y brea. Los brumizadores de ambiente y las esencias de Boles d’olor en su estado más puro, te trasladarán al muelle del puerto pesquero.

Por las mañanas, si el día amanecía despejado, Pedro bajaba a la playa con su familia y pasaba horas llenando su cubo de plástico con agua de mar y vertiéndola en un agujero en la arena. Ahora, cuando cerraba los ojos, volvía a recordar el aire impregnado de sal, la frescura del agua en sus pies y el aroma de las algas que llegaban flotando a la orilla. Algunas de ellas eran  finas cintas verdosas, muchas veces con pequeñas incrustaciones blancas. “Gusanitos del mar”, le había dicho su padre cuando preguntó qué eran esos garabatos sobre el alga.

Otras eran anchas, de color verde vivo, y flotaban como hojas de lechuga abandonadas cerca de la orilla. Al meter alguna en el cubo, despedían un aroma vivo, salado y fresco, que le recordaba el olor del  pescado cuando se descargaba en los muelles.

Aquellas fragancias a gotas de agua salada, brisa impregnada de yodo y arena fresca en la bajamar se habían quedado para siempre entre los recuerdos más vivos  de la niñez de Pedro. Aquellos recuerdos… y el sueño de tener un barco, un pequeño barquito de pesca, con remos y un motor minúsculo, uno como los muchos que veía entrar y salir del puerto hacia la bahía, donde pasaban horas con algunas cañas lanzadas al mar y regresaban después con cubos llenos de lubinas, calamares y besugos.

Los sueños de Pedro se durmieron al pasar los años. Sus vacaciones en el mar se distanciaron y la vida le llevó por otras sendas. Unos estudios de administración, una gestoría en la que trabajo muchas horas por poco dinero y un puesto mejor pagado en una fábrica metalúrgica, “llevando los papeles”. Al revivir aquellos años, Pedro recordaba el olor a tinta caliente de la impresora y el tufo de la soldadura que se colaba cada vez que se  abría la puerta entre las oficinas y la nave. En secreto, como un niño,  soñaba que aquel rincón del pequeño polígono industrial, en lugar de cortar y ensamblar perfiles de aluminio para ventanas y puertas, fabricaba barcos como un pequeño astillero… ¡Qué sueño absurdo para un administrativo que vivía a quinientos kilómetros  del mar!

Llegaron los malos tiempos y el sueño del astillero voló arrastrado por la vida real: caída de la construcción, falta de pedidos, primeros despidos de obreros… y, finalmente, el cierre del taller.

“¿Un camión?”, exclamó Sonsoles, la mujer de Pedro, cuando éste le habló de aquella opción para salir adelante. Tenía que aprovechar que durante la mili escogió – vete a saber por qué- el llevar camiones militares y tuvo la oportunidad de conseguir el carnet de transportista. Ahora podía salir del bache con aquel carnet que nunca pensó que iba a usar.

Hubo varios camiones hasta que el patrón le puso a conducir un tráiler refrigerador, dedicado a traer pescado fresco de la costa a la ciudad. “Conducir de noche, cargar de madrugada y venir a toda leche para llegar a tiempo al Merca”, le explicó su jefe. A Pedro no le importó: tres días a la semana iba a acercarse al mar. Aunque no fuera a “su pueblo” ni a “sus muelles”.

Cada atardecer en el que salía de viaje, Pedro se sentaba en la cabina como si fuera el patrón de aquel pesquero que una vez  fue parte de sus sueños. Conducía ansioso por llegar a destino, maniobrar el tráiler y bajar a la lonja. Había descubierto de nuevo aquel aroma a pescado fresco, hielo seco y algas. Mientras se preparaba su carga, daba cortos paseos por el puerto, viviendo de nuevo el trajín de los desembarcos  de cajas con merluzas y congrios frescos. De vez en cuando, una enorme red colocada sobre el cemento, formando un montón húmedo, le permitía inspirar de nuevo el aire salado que había sentido en sus pulmones treinta años antes…

El peor momento era el de la partida. Por supuesto, estaba deseando regresar a su casa y abrazar a Sonsoles y los críos, pero cada vez que cerraba la caja y subía a la cabina, los aromas a mar, a “su mar”, le abandonaban. Hasta aquel día…

Fue por casualidad lo de acompañar a Sonsoles a un par de recados. Ella tenía que hacerse unas fotografías para renovar el carnet de identidad. En aquella tienda se vendía, además, toda una colección de ambientadores y esencias para perfumar el hogar y mientras Sonsoles pasaba al estudio, Pedro miró, distraído, la estantería repleta de aromas. Una palabra le hizo parpadear: “Océano”.

En el siguiente viaje, un pequeño ambientador para coche, con aroma a “Océano”, colgaba de la cabina del camión. Pedro repitió la rutina de sus viajes: la salida al atardecer, la llegada de noche a la lonja, la carga nocturna y el regreso de madrugada… Todo parecía igual, pero todo era distinto: el Capitán Pedro patroneaba su embarcación rumbo a casa, con una carga de pescado en el tráiler y un océano de recuerdos en la cabina. Aquel aroma que exhalaba la pequeña botellita ambientadora rodeaba a Pedro de viejas sensaciones. El brillo de la arena húmeda al reflejarse el sol, durante la marea baja. El sonido de las minúsculas patas de los cangrejos que huían entre las grietas de las rocas, al fondo de la playa. Las algas de la orilla batidas por las olas que levantaban los barcos al cruzar la bahía. Las gotas de sal que quedaban atrapadas en las camisetas y las toallas. Las risas de su madre y su hermana cuando entraban a darse un baño en el agua fresca. La alegría de las pandillas de chicas y chicos mayores, siempre riendo y gastándose bromas, tumbados a pocos metros de ellos… y sobre todo, el bullicio multicolor de los muelles al atardecer, con los barcos descargando cajas repletas de calamares, rapes, verdeles, chicharros, sardinas o bocartes…  Las redes goteando sobre el barco y tierra firme, con las gaviotas acechando en lo alto del edificio de la lonja y pequeños perros de aguas correteando entre las piernas de marineros afanados en su último trabajo del día…

Pedro había soñado de niño con un barco, un pequeño barco como los que veía entrar y salir del puerto a la bahía. La vida le había llevado por otros rumbos, pero el azar quiso que una pequeña botella llena de aromas a Océano invadiera su mundo dormido y lo despertara. A aquel aromatizador se le unieron unas flores cerámicas impregnadas del aroma, que exhalaban suavemente la esencia en el baño de casa… Incluso comenzó a invitar a sus amigos a subir a la cabina y,  poco después, varios de ellos habían imitado a Pedro, llevando el mar a bordo de sus camiones.  Hasta la oficina de la empresa se sumergió en aquel ambiente marino con un discreto brumizador colocado en lo alto de una estantería,  flotando por encima de archivadores, fotocopiadora y mesas de trabajo.  Entrar en la oficina, ahora, era darse un breve chapuzón en el océano.

Aquel niño que hacía tanto tiempo quiso tener un pequeño barco había conseguido revivir sus emociones infantiles y, como le decían en broma algunos de sus compañeros de ruta, había formado una flota de navíos con ruedas. Con el sutil poder de los aromas de su niñez. Con el recuerdo de aquel mar infantil.

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